El siguiente post corresponde a la lectura que hice el pasado jueves 23 de este mes en la presentación del libro EstacionEs, de la maestra Cristina Preciado, a la cual tuve el honor de ser invitado para abrir las primeras palabras dadas hacia este libro.
Las ligeras caracólas de polvo amarillento translucían su coqueto contoneo ante la cálida luz que accedía, a ráfagas constantes, por una ventana inclinada y vieja en la habitación. Entre sábanas y fierros oxidados, el niño tocaba con la mano abierta un viejo radio cubierto por una telilla de tiempo. Disfrutaba del leve cosquilleo y la apariencia de dureza que dejaba el polvo en sus manos, y mientras las movía sobre el pantalón se percataba de cómo aquel radio viejo recuperaba su color de polvo de antaño.
No sabía de qué se trataba. Miró la rejilla y pasó sus dedos sobre ella, movió las perillas con suavidad y siguió el curso de un cable enrollado en la parte trasera de la radio. Nada que pensar, nada que decir, su mente se encontraba ausente de palabras ante esa caja de madera y fierro cubierta de tiempo, no le estaba dado, en ese momento, la posibilidad de entender aquello que guardaba en secreto aquel aparato de transmisiones espaciales, porque no poseía la palabra para despertar al monstruo de la voz en su nombre.
Una radio. Una radio. El acto poético en esta historia no es posible, no se establece ninguna vinculación de la voz del dador con el nombre, cosa. Una definición de poesía, no como género, que me gustaría decir en primer momento, es aquella que alude a entender su propia esencia, al tratar a lo poético como el acto máximo de nombrar lo no nombrado. ¿Pero que acaso no ha nombrado todo el hombre ya? Si, es verdad, pero sólo cuando se establece un vínculo entre aquel que nombra y el objeto o cosa nombrada se da existencia al acto poético.
El niño puede nombrar aquel mundo que posee, es dueño del espacio, se expande en su entorno porque aún no comprende que el espacio es común. El niño es dueño del mundo por lo tanto, es dueño de las sensaciones y dueño del lenguaje. El nombrar las cosas no requiere una rigidez de diccionario, el niño, al ser dueño del lenguaje, posee todas las palabras necesarias para entender su entorno, poetiza con todo lo que toca y dice, casi gritándoselo a los demás, “esta es mi camisa psicodélica”, aunque no exista una relación real con el significado de la palabra al hecho mismo de la textura del objeto.
Les corresponde a ellos reestablecer los vínculos existentes en el lenguaje, generar una nueva manera de hacer perceptible la realidad, de tener encuentros sutiles con la palabra, sin la necesidad, tan nuestra, de decodificar la palabra “sutiles”.
En EstacionEs las voces se mezclan en un entramado palabras creadoras, detonantes, recuerdos que miden la distancia entre un sujeto conciente de lo que significa crear y un sujeto creador en la inconciencia, quizás inocencia, de la creación. Es en este acto, donde el infante es el protagonista y dueño del libro, donde nos encontramos plenos, abordando el mundo en todos sus sentidos inconexos, entrando a la tierra Epópsica por la vía de un lunar, donde remitir y cronotopos recuperan su sentido en el momento mismo de admitir el desconocimiento de este.
La poesía, el acto poético de la palabra, se encuentra en el momento en que el hombre nombra la cosa, la hace aparecer ante sus ojos, la comprende, la entiende, la asimila como una mantis religiosa, en el acto máximo de la deglutación verbal, la plasma, la crea en el séptimo día, en la séptima estación, en la séptima hora, y la lanza al mundo, a su muerte, a su extinción impresa, y la recupera, como una sombra inerte, una sombra que nunca asirá de nuevo con sus manos.
Y aquellos, que con nostalgia recordaron las palabras formadoras y las plasmaron en este libro lleno de poesía, ahora nos las regalan aquí, ante los ojos de todos, dejándolas yertas en tinta verde y negra para no poder asirlas de nuevo. El niño crea el mundo y el escritor lo recupera sólo a través de la sombra de su recuerdo, del desconocimiento total y nuevo de la palabra.
Las ligeras caracólas de polvo amarillento translucían su coqueto contoneo ante la cálida luz que accedía, a ráfagas constantes, por una ventana inclinada y vieja en la habitación. Entre sábanas y fierros oxidados, el niño tocaba con la mano abierta un viejo radio cubierto por una telilla de tiempo. Disfrutaba del leve cosquilleo y la apariencia de dureza que dejaba el polvo en sus manos, y mientras las movía sobre el pantalón se percataba de cómo aquel radio viejo recuperaba su color de polvo de antaño.
No sabía de qué se trataba. Miró la rejilla y pasó sus dedos sobre ella, movió las perillas con suavidad y siguió el curso de un cable enrollado en la parte trasera de la radio. Nada que pensar, nada que decir, su mente se encontraba ausente de palabras ante esa caja de madera y fierro cubierta de tiempo, no le estaba dado, en ese momento, la posibilidad de entender aquello que guardaba en secreto aquel aparato de transmisiones espaciales, porque no poseía la palabra para despertar al monstruo de la voz en su nombre.
Una radio. Una radio. El acto poético en esta historia no es posible, no se establece ninguna vinculación de la voz del dador con el nombre, cosa. Una definición de poesía, no como género, que me gustaría decir en primer momento, es aquella que alude a entender su propia esencia, al tratar a lo poético como el acto máximo de nombrar lo no nombrado. ¿Pero que acaso no ha nombrado todo el hombre ya? Si, es verdad, pero sólo cuando se establece un vínculo entre aquel que nombra y el objeto o cosa nombrada se da existencia al acto poético.
El niño puede nombrar aquel mundo que posee, es dueño del espacio, se expande en su entorno porque aún no comprende que el espacio es común. El niño es dueño del mundo por lo tanto, es dueño de las sensaciones y dueño del lenguaje. El nombrar las cosas no requiere una rigidez de diccionario, el niño, al ser dueño del lenguaje, posee todas las palabras necesarias para entender su entorno, poetiza con todo lo que toca y dice, casi gritándoselo a los demás, “esta es mi camisa psicodélica”, aunque no exista una relación real con el significado de la palabra al hecho mismo de la textura del objeto.
Les corresponde a ellos reestablecer los vínculos existentes en el lenguaje, generar una nueva manera de hacer perceptible la realidad, de tener encuentros sutiles con la palabra, sin la necesidad, tan nuestra, de decodificar la palabra “sutiles”.
En EstacionEs las voces se mezclan en un entramado palabras creadoras, detonantes, recuerdos que miden la distancia entre un sujeto conciente de lo que significa crear y un sujeto creador en la inconciencia, quizás inocencia, de la creación. Es en este acto, donde el infante es el protagonista y dueño del libro, donde nos encontramos plenos, abordando el mundo en todos sus sentidos inconexos, entrando a la tierra Epópsica por la vía de un lunar, donde remitir y cronotopos recuperan su sentido en el momento mismo de admitir el desconocimiento de este.
La poesía, el acto poético de la palabra, se encuentra en el momento en que el hombre nombra la cosa, la hace aparecer ante sus ojos, la comprende, la entiende, la asimila como una mantis religiosa, en el acto máximo de la deglutación verbal, la plasma, la crea en el séptimo día, en la séptima estación, en la séptima hora, y la lanza al mundo, a su muerte, a su extinción impresa, y la recupera, como una sombra inerte, una sombra que nunca asirá de nuevo con sus manos.
Y aquellos, que con nostalgia recordaron las palabras formadoras y las plasmaron en este libro lleno de poesía, ahora nos las regalan aquí, ante los ojos de todos, dejándolas yertas en tinta verde y negra para no poder asirlas de nuevo. El niño crea el mundo y el escritor lo recupera sólo a través de la sombra de su recuerdo, del desconocimiento total y nuevo de la palabra.
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