Se pasaba las tardes enteras recostada en el piso de la sala. Miraba incesantemente el techo, recorría las vigas recubiertas de pintura y los desniveles que llevaban a la cocina. En ocasiones se imaginaba caminando sobre el techo, que se volvía suelo, brincando los pequeños escalones y
husmeando en los huecos por donde salía el cable de los focos. Caminaba hasta la cocina, la mesa quedaba sobre su cabeza y ella saltaba para alcanzarla. Se colgaba del respaldo de las sillas y pasaba sus manos de una a otra tambaleando un poco su cuerpo. Cuando se aburría soltaba el respaldo y recorría toda la habitación buscando insectos. Con sus manos intentaba atrapar las pequeñas palomillas que rondaban por el foco encendido; cuando lograba atrapar alguna le gustaba sentir las cosquillas que producía el revoloteo dentro de sus manitas para luego soltarla a sus pies. Cuando llegaba su mamá le contaba emocionada todo lo que había hecho en el día; de cómo encontró cosas pérdidas sobre el librero y de lo divertido que era tener un colchón sobre ella. Su mamá la miraba con cansancio y la regañaba por no haber limpiado la mesa ni haber tendido la cama. Ella le decía que no pudo hacerlo porque no las alcanzaba, que las cosas quedaban muy altas para poder acomodarlas. - Siempre sales con lo mismo, ¡lo que pasa es que eres una floja! – Y el discurso continuaba por más de quince minutos, en los que la pequeña niña miraba el piso y se entristecía al ver bajo sus pies unos aburridos mosaicos blancos. Por las mañanas sentía vértigo al despertarse, creía que estaba de cabeza y que se iba a caer y pegar con el foco que estaba debajo de ella, por lo que tenía que agarrarse bien de las cobijas y reptar por la pared hasta llegar ligera al techo. Salía de su cuarto brincando el marco de la puerta y caminaba hasta la cocina donde, colgándose y brincando, lograba bajar el cereal y la leche. Luego alcanzaba su mochila para irse a la escuela, pero antes de salir por la puerta principal se imaginaba que el piso era el piso y el techo el techo para poder salir al jardín. Regresando de la escuela encontró una nota de su mamá que decía que no iba a llegar sino hasta la mañana del siguiente día, ya que tenía mucho trabajo. La niña se recostó triste en el piso y se puso a imaginar que caminaba por el techo, que buscaba palomillas y las atrapaba con sus manos. Atrapó dos y las puso a sus pies, husmeo sobre el refrigerador y sobre la alacena. Caminó hasta la ventana cerrada y vio, afuera, un pequeño granado en el que subían unas frutas grandes y rojas. Miró hacia abajo y vio el cielo, largo y profundo, azul con unas pequeñas nubes rasgadas. Luego alcanzó a ver un pequeño colibrí que besaba las flores del granado una tras otra, revoloteando incesantemente con una velocidad que se imaginó que le haría muchas cosquillas en las manos. Abrió la ventana y fue tras él.
husmeando en los huecos por donde salía el cable de los focos. Caminaba hasta la cocina, la mesa quedaba sobre su cabeza y ella saltaba para alcanzarla. Se colgaba del respaldo de las sillas y pasaba sus manos de una a otra tambaleando un poco su cuerpo. Cuando se aburría soltaba el respaldo y recorría toda la habitación buscando insectos. Con sus manos intentaba atrapar las pequeñas palomillas que rondaban por el foco encendido; cuando lograba atrapar alguna le gustaba sentir las cosquillas que producía el revoloteo dentro de sus manitas para luego soltarla a sus pies. Cuando llegaba su mamá le contaba emocionada todo lo que había hecho en el día; de cómo encontró cosas pérdidas sobre el librero y de lo divertido que era tener un colchón sobre ella. Su mamá la miraba con cansancio y la regañaba por no haber limpiado la mesa ni haber tendido la cama. Ella le decía que no pudo hacerlo porque no las alcanzaba, que las cosas quedaban muy altas para poder acomodarlas. - Siempre sales con lo mismo, ¡lo que pasa es que eres una floja! – Y el discurso continuaba por más de quince minutos, en los que la pequeña niña miraba el piso y se entristecía al ver bajo sus pies unos aburridos mosaicos blancos. Por las mañanas sentía vértigo al despertarse, creía que estaba de cabeza y que se iba a caer y pegar con el foco que estaba debajo de ella, por lo que tenía que agarrarse bien de las cobijas y reptar por la pared hasta llegar ligera al techo. Salía de su cuarto brincando el marco de la puerta y caminaba hasta la cocina donde, colgándose y brincando, lograba bajar el cereal y la leche. Luego alcanzaba su mochila para irse a la escuela, pero antes de salir por la puerta principal se imaginaba que el piso era el piso y el techo el techo para poder salir al jardín. Regresando de la escuela encontró una nota de su mamá que decía que no iba a llegar sino hasta la mañana del siguiente día, ya que tenía mucho trabajo. La niña se recostó triste en el piso y se puso a imaginar que caminaba por el techo, que buscaba palomillas y las atrapaba con sus manos. Atrapó dos y las puso a sus pies, husmeo sobre el refrigerador y sobre la alacena. Caminó hasta la ventana cerrada y vio, afuera, un pequeño granado en el que subían unas frutas grandes y rojas. Miró hacia abajo y vio el cielo, largo y profundo, azul con unas pequeñas nubes rasgadas. Luego alcanzó a ver un pequeño colibrí que besaba las flores del granado una tras otra, revoloteando incesantemente con una velocidad que se imaginó que le haría muchas cosquillas en las manos. Abrió la ventana y fue tras él.
1 comentario:
Poder caminar en el techo fue durante mucho tiempo una de mis fantasías infantiles favoritas, incluso ahora, en algunas ocasiones estando boca arriba no puedo evitar imaginar la manera como sería andar sin zapatos por toda la casa al revés, con los pies rojos de la pintura del techo adherida en la piel.
Que bueno es volver a recordarlo.
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